
Especial 'Día', de Michael Cunnimgham
5 de abril de 2019, por la mañana
A estas horas tan tempranas el East River adquiere una fina capa traslúcida, una piel brillante y acerada que parece flotar sobre el río mismo a medida que el agua pasa del negro nocturno al pro fundo verde opaco del día siguiente. Las luces del puente de Brooklyn empalidecen contra el cielo. Un hombre sube la persia na metálica de su taller de reparación de calzado. Una corredora joven con coleta pasa al lado de un hombre de mediana edad que, con un vestidito negro y botas militares, vuelve por fin a casa. Las escasas ventanas iluminadas son exactamente igual de brillantes que el cuarto de luna.
Isabel, que no ha dormido, está de pie ante la ventana de su dormitorio, lleva una camiseta XXL que le llega hasta la mitad de los muslos. La mujer de la coleta pasa de largo ante el hombre del vestido, que está metiendo la llave en la cerradura de la puer ta de la calle. El dueño del taller de reparación de calzado levanta la persiana de acero, preparándose para abrir la tienda. ¿Por qué abre tan pronto, quién puede necesitar que le arreglen los zapa tos a las cinco de la madrugada?
Ya se aprecian los primeros signos de la primavera. El árbol de delante del edificio de Isabel (un arce plateado, que, según Google, es «desordenado y de raíces poco profundas») tiene unos capullos pequeños y duros que pronto se abrirán en hojas de cinco puntas, normales y corrientes hasta que un viento lo bastante fuerte levante su parte inferior plateada. En un alféizar al otro lado de la calle hay un ramo de narcisos en un vaso de agua. La luz invernal, que durante meses ha sido pálida e inmóvil, pa rece haberse avivado, como si las moléculas del aire mismo hu biesen vuelto a activarse.
Primeros de abril en Brooklyn puede que sea ya primavera en el calendario, pero la verdadera primavera —con sus indicios de verdor, el despertar de los tallos y los brotes— aún tardará sema nas en llegar. Los capullos del árbol son pequeños nudos apre tados, esperando para abrirse. Los narcisos en la ventana al otro lado de la calle solo significan que puedes comprarlos en la tien da de la esquina, que han empezado a llegar de dondequiera que se cultiven.
Isabel se aparta de su ventana para mirar a Dan, que sigue dormido, respirando profundamente, tan infantil mientras duer me como pueda serlo un hombre de cuarenta años, con la boca un poco abierta y el pelo rubio claro brillante en la habitación en penumbra.
Quién pudiera dormir así. A Isabel le irrita ese don que tiene Dan, pero también lo agradece. Las horas que Dan y los chicos duermen, es como si ella —para quien el sueño es apenas un in tento asustadizo de dormir veteado de visiones— estuviese sola en el apartamento, inmersa en su propio duermevela de soledad nocturna, marcado solo por los números led verdes del reloj de la cocina.
Ve el búho al volverse hacia la ventana. Al principio, parece una protuberancia de la rama del árbol en la que está posado. Las plumas coinciden casi a la perfección con el marrón grisáceo os curo y entreverado de la corteza. Isabel podría no haberlo visto de no ser por los ojos, dos discos negros y dorados algo más grandes que una moneda, cegadoramente atentos, totalmente no humanos. Por un instante, es como si el árbol mismo hubiese escogido este momento para informar a Isabel de que es un ser consciente, y vigilante. El búho, pequeño, más o menos del ta maño de un guante de jardinería, parece estar mirando a Isabel, pero, cuando Isabel se acostumbra a su mirada, es evidente que solo está mirando en esa dirección, no a ella sino a la habitación en la que se encuentra: a la mesita de noche con la lámpara apa gada y su ejemplar del Atlantic del mes pasado; a la pared de detrás de la mesita con la fotografía enmarcada de los niños, una foto profesional en blanco y negro en la que parecen inquietan temente inocentes, una versión dócil de sí mismos. El búho apunta sus ojos fijos y felinos hacia todo lo que hay al otro lado del cristal de la ventana de Isabel, no parece distinguir entre Isa bel, la lámpara y la fotografía, no comprende, o no le importa, que ella está viva y lo demás no. El búho y ella se quedan un rato cada uno en su sitio, sin dejar de mirarse, antes de que el búho levante el vuelo, sin esfuerzo, como si no batiera las alas y se li mitase a aceptar volar. Describe un arco en el cielo y desaparece. Su marcha deja una sensación de abdicación, como si su presen cia en el árbol, al otro lado de la ventana, hubiese sido un error, un desgarrón involuntario en el tejido de lo posible, rápida y eficazmente remendado. El búho ahora parece haber sido una ensoñación de Isabel, lo cual no carece de sentido, teniendo en cuenta que no ha pegado ojo en toda la noche (normalmente consigue dormir unas horas), que está a punto de comenzar un día más lleno de dificultades (Robbie sigue sin encontrar otro sitio donde vivir, Derrick se empeñará en repetir la sesión de fotos), y que pronto se verá obligada a enfrentarse a todo eso y a ofrecer la versión más convincente de sí misma, una persona ca paz de hacer cuanto se exige de ella.
El búho ha desaparecido. La corredora ya está lejos. El hombre del vestido ha entrado en su edificio. Solo queda el tipo del taller de reparación de calzado, que ha encendido el fluorescente de la tienda, una luz que no irradia desde detrás del escaparate, que no añade ninguna iluminación a la calle. Isabel no tiene ni idea de si el zapatero, con quien no ha hablado nunca (lleva a arreglar los zapatos al centro), abre tan pronto para escapar de algún problema doméstico o si simplemente está deseando vol ver a su rectángulo de luz, porque le gusta encender el cartel de neón azul que reza HOSPITAL DE ZAPATOS (Isabel debería empe zar a llevarle los zapatos, aunque solo sea porque él considera que su tienda es un hospital de zapatos) y activar el maniquí de dos metros de alto del escaparate... ¿un zorro?, ¿un mapache?, descolorido por el sol y sentado en una silla de zapatero que alza y baja un martillo en miniatura. Ahora que el hombre ha vuelto a ponerlo en marcha, ahora que el cartel de HOSPITAL DE ZAPATOS brilla con un azul gaseoso y el animal ha retomado el trabajo, servirá como anuncio del comienzo del día.
