
Especial El caso ‘Cometierra’ y por qué cada vez hay más libros perseguidos
Decía Umberto Eco que una de las señales inequívocas del fascismo está en el uso del lenguaje. Como en 1984 de George Orwell alertaba sobre el uso de neolenguas, pero también sobre una simplificación extrema de la lengua. “Todos los textos escolares nazis o fascistas se basaban en un léxico pobre y en una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico. Pero debemos estar preparados para identificar otras formas de neolengua, incluso cuando adoptan la forma inocente de un popular reality-show”, escribió.
Recurriendo a una asociación fácil, podríamos caer en la tentación de explicar así por qué el totalitarismo siempre ha perseguido al mundo del arte, y al literario en particular. Pero, aunque ejemplos no faltan de regímenes y dictadores que han prohibido a autores, han quemado sus libros o, directamente, han encarcelado o asesinado a sus creadores, hay más motivos, algunos relacionados con esa persecución al pensamiento crítico que Eco apuntaba.
El caso de los libros perseguidos es de actualidad por la reedición de Cometierra, la novela de la autora argentina Dolores Reyes, que además tiene una adaptación televisiva en ciernes. La obra, que narra la historia de una mujer que tiene visiones sobre los feminicidios cometidos al comer la tierra del lugar en el que ocurrieron, se publicó en 2019 pero ha tenido una vida larga, no solo por su calidad literaria, que también, sino por lo que ha provocado una vez que Milei ha llegado al poder. La obra, que se incluía en varias bibliotecas y escuelas públicas, ha sido calificada de “degenerada” por el secretario de Cultura, Leonardo Cifelli, y ha sido incluida en una lista de obras para ser retiradas de los centros educativos.
El de Cometierra no es el único caso, por supuesto. En Estados Unidos, varios estados han prohibido libros de autores tan dispares como Stephen King o Mark Twain por su contenido sexual o inmoral. Según la asociación PEN America, en la actualidad hay unos 10.000 libros prohibidos en centros educativos de todo el país. En España, en regiones como Murcia se han retirado libros infantiles de temática LGTBIQ+ de bibliotecas y escuelas.
Que todas estas persecuciones, que todavía no se pueden llamar prohibiciones pero podrían hacerlo próximamente, nos hablan claramente del momento en el que vivimos. El auge de la ultraderecha no solo se vive en el plano económico y de derechos sociales, sino también en el de controlar lo que se difunde, lo que se lee. Y aquí la literatura siempre ha sido poco amiga de las ideas totalitarias. La descalificación, llamar “degenerado” a un libro porque trata los feminicidios, es el medio. El fondo es intentar acallar que se hable de eso que a un sector no interesa.
Esta táctica, por supuesto, no es nueva. Lo hemos visto tantas veces que la propia literatura no lo ha contado varias veces, siendo Farenheit 451 una de las más célebres. Acallar las voces discordantes es de primero de totalitarismo. Lo inquietante es que cada vez sea más frecuente, y que afecte a obras que tratan sobre injusticias o derechos fundamentales. Porque la quema de libros, como en la novela de Ray Bradbury, no ha empezado todavía, pero intentar que un libro no llegue a los lectores es solo el paso previo.