
Especial El fin de la autoficción: ¿nos hemos cansado de leer “literatura del yo”?
Lo confesaba off the record una escritora española tras acabar una entrevista hace un par de semanas: había acabado agotada de la llamada autoficción. No es que esta autora, cuya identidad mantendremos en el anonimato, no apreciase la obra de otros colegas de profesión que han escrito desde la propia experiencia. Tampoco que desdeñase su poder para representar realidades y colectivos que habían sido históricamente silenciados por el canon literario patriarcal. No, simplemente ya había tenido demasiado.
Es uno de los daños colaterales de una oferta editorial que, en los últimos años, se había poblado de historias que, al menos en teoría, se desprendían de la ficción para tratar hechos y experiencias reales de sus autores. Tal fue la proliferación de estas obras que, en 2018, el diario The Guardian se preguntaba por qué los novelistas habían dejado de inventar historias. Cuatro años más tarde, en 2022, el Nobel de Literatura a Annie Ernaux fue visto por algunos como la reivindicación definitiva de una manera de escribir. Dos años después de ese premio, sin embargo, los síntomas de agotamiento parecen evidentes.
Algunos de los autores que fueron englobados por la crítica literaria en esa etiqueta de la que todo el mundo reniega, la autoficción, han ido girando su obra hacia terrenos menos marcados por la propia experiencia. Es el caso del noruego Karl Ove Knausgård, convertido en una estrella literaria con su ambiciosa y extensa Mi lucha, que en su novela La estrella del mañana (2023) bascula hacia una historia coral y teñida de aires distópicos. También el de Rachel Cusk, que en su trilogía A contraluz trata algunos de sus temas clásicos (los lazos familiares, la pareja, el desengaño) pero esta vez desde perspectivas diferentes a la suya propia).
Al mismo tiempo que algunos de sus principales estandartes abandonan la escritura confesional, las ficciones recientes también visten de manera distinta la experiencia propia. Es el caso del último premio Tusquets de novela, La casa limón, en el que Corina Oproae se basa en sus recuerdos de infancia en los años de la caída del régimen comunista en Rumanía, pero pasados por el filtro de la ficción. En otras manos, eso hubiera sido un relato aparentemente despojado de ficción. O el de Un silencio lleno de murmullos, de Gioconda Belli, la historia de una mujer cuyo compromiso revolucionario hace que sus hijas tengan una infancia distinta, como la de la propia autora. Pero, por mucho que se parezca a la vida de su autora, esa intención de despojar de toda fantasía el relato no está presente.
Un cambio de paradigma
Tantos años de autoficción han dado para mucho, pero sobre todo para que muchos detesten el término, incluso sí tiene algo de verdad. La culpa de todo, si es que queremos buscar a un culpable, es de Serge Doubrovsky, a quien se le atribuye la primera aparición del término autoficción en 1977. “La autoficción es como el sueño; un suelo no es la vida, y un libro no es la vida”. Es decir, que estamos ante algo tan antiguo como tomar la propia experiencia para hacer literatura. ¿Y no es eso mismo lo que hacen todas y cada una de las personas que se ponen ante una página en blanco? Eso es lo que piensan autores como Enrique Vila-Matas, para los que no hay autoficción, sino ficción a secas. Solo que, en algunos casos, esa ficción quiere presentarse ante los lectores como un retrato muy cercano a la realidad.
Sin embargo, parece que en 2024 ya no quedan ganas de hacer de la literatura un recuento más o menos fidedigno de lo real. El juego de espejos de Manuel Vilas en El mejor libro del mundo, por ejemplo, sigue basándose en la propia experiencia, como Ordesa, pero es más caleidoscópica a la manera de Vila-Matas. Otra vez, solo hay ficción, sin el auto. Desde la experiencia, pero ficcionada. Tan antiguo como el arte de contar historias.