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'La vida feliz', de David Foenkinos

Especial 'La vida feliz', de David Foenkinos

Librotea España /

Lee las primeras páginas de la nueva novela del escritor francés, una reflexión sobre el éxito en la vida.


Eric Kherson tenía aprensión a los aviones desde siempre. En general dormía bastante mal la víspera del viaje, se dejaba convencer por las peores hipótesis e imaginaba todo lo que dejaría atrás a consecuencia de una muerte violenta en un accidente. Pero el deseo de explorar otros lugares era más fuerte que el miedo, en el combate incesante entre nuestras pulsiones y nuestros temores.

Como nueva jefa de gabinete del secretario de Estado de Comercio Exterior, Amélie Mortiers tenía la tarea de formar equipo. Nada más asumir el cargo en mayo de 2017 pensó en Éric para que la acompañara en aquella aventura, una elección bastante insólita que sorprendió en su entorno. Podría haber dejado que los cazatalentos le propusieran perfiles experimentados, pero no, prefirió recurrir a un compañero del instituto. Y eso que se habían perdido la pista por completo desde los años de Rennes. El reencuentro se había producido unos meses antes gracias a Magali Desmoulins, quien tuvo la idea de crear el grupo de Facebook de exalumnos del Chateaubriand. Si bien la iniciativa podría haber parecido patética," * a la mayoría de los invitados les había encantado. Evidentemente, cada uno se había recorrido el perfil de los demás deseoso de comparar trayectorias. Los fracasos ajenos siempre nos alivian un poco de los nuestros. Así fue como Amélie Mortiers acabó en la página relativamente inactiva de Éric Kherson. No contenía ningún elemento personal, solo comentarios sobre la actividad de Decathlon. Durante casi veinte años, Éric había ido ascendiendo en la jerarquía de la empresa, de vendedor raso a director comercial del grupo. En cuanto se lo veía un poco cansado, la gente le soltaba el eslogan de la marca: «¿Qué? ¿En plena forma?», a tal punto que Éric llegó a aborrecer aquel lema ridículo sin que nadie se diera cuenta; sonreía con indiferencia, como un hombre de vacaciones de sí mismo.

Se quedó cuando menos sorprendido de que Amélie le escribiera. Éric conservaba el recuerdo de una chica altiva cuya seguridad en sí misma rozaba lo desdeñoso. Tras los exámenes de acceso a la universidad, se trasladó a París para cursar unos brillantes estudios que acabaron abriéndole las puertas de la Escuela Nacional de Administración. Releyendo su mensaje, Éric se dijo que la había juzgado mal. La lucidez sobre los demás nunca había sido su fuerte. Una mujer que ocupaba un puesto así, que le escribía personalmente a través de Facebook con vistas a hacerle una oferta profesional, denotaba

más bien un carácter sencillo y directo. Sí, le había hablado de «oferta». ¿Qué querría? ¿Y por qué él?

No perdía nada por escuchar lo que tuviera que decirle. Acordaron verse al día siguiente a las ocho de la mañana en un café de la rue du Bac. Eric consideró que en una cita a una hora tan matinal no cabían segundas lecturas. El futuro asoma más fácilmente por la noche. Llegó un poco antes de la hora para tomarse un expreso doble como preludio a su primera conversación. Amélie entró en la cafetería con suma puntualidad, como si su cuerpo viviera al ritmo de su agenda. Antes del reencuentro, Éric había examinado a escondidas las fotos recientes de ella que se encontraban por internet, pero, como él no tenía cuenta en Instagram, se le acabó bloqueando el acceso sin que le diera tiempo a ver muchas. Se notaba que encaraba los cuarenta como una cita con el apogeo de su sensualidad. Parecía desprender una especie de poder solar. Sin embargo, a medida que se aproximaba, Eric la percibió de otro modo. A pesar de su amplia sonrisa, no pudo evitar captar algo malévolo en ella.

No has cambiado nada —dijo a la vez que tomaba asiento.

Lo dices por cortesía, imagino.

Puede ser —admitió Amélie, sonriendo para disimular la realidad: casi le había costado reconocerlo.

En el instituto, a pesar de que no era necesariamente la clase de chico en el que una se fija enseguida, Éric desprendía una especie de tranquilidad que podía pasar por carisma. Poseía el encanto de los discretos, o eso consideraba Amélie. Ahora en cambio reaparecía con todo el arsenal de la retirada. Su físico había emprendido la trayectoria de una renuncia. Por espacio de un segundo, Amélie se preguntó por qué había contactado con él. Sin duda, necesitaría tiempo para comprender la razón. Finalmente, optó por continuar:

Te agradezco que hayas sido tan reactivo.

Tu mensaje me dejó intrigado.

Es una pena que nos perdiéramos la pista. En fin, ya sé que no éramos precisamente íntimos.

Además, cuando me vine a París perdí el contacto con casi todo el mundo.

En el fondo no está tan mal lo del grupo de Facebook…

Ya.

¿Y tú te quedaste en Rennes?

Sí, allí empecé a estudiar Empresariales, y lue....

Se interrumpió de repente y acto seguido añadió:

Y luego mi padre murió.

Saltaba a la vista que Amélie no estaba al tanto de lo ocurrido. Antes de las redes sociales, las tragedias se propagaban menos. Éric logró volver al tema que los ocupaba y dio un rápido repaso a su carrera.

Es una estupidez, pero cuando vi lo lejos que has llegado no pude evitar experimentar una especie de orgullo —comentó Amélie.

¿Ah, sí?

Sí. No sé. Será la faceta solidaria que tenemos los bretones.

Nunca lo había visto así.

Son nuestras raíces, a fin de cuentas. Y sin embargo casi nunca vuelvo. Mis padres se mudaron a Niza...

Me encantaría que habláramos del pasado pero, como te podrás imaginar, dispongo de muy poco tiempo últimamente. Con Macron se ha creado una energía... La gente tiene muchas esperanzas depositadas en el nuevo Gobierno.

Era lo que pasaba siempre al comienzo de las legislaturas, se dijo Éric. Lo que diferencia a los presidentes es el momento en que surge el desencanto.

Amélie pidió un café que no se bebió; ya se había tomado tres en lo que llevaba de día. Repasó su carrera enfrascándose en un monólogo que supo relatar con gracia. Dominaba a las mil maravillas la narración de su propia historia. Pero tenía que ir directa al grano. Era la encargada de poner en marcha un grupo de acción que conquistara los mercados extranjeros y a la vez convirtiera a Francia en un país atractivo para los inversores. Los currículums de los tecnócratas se amontonaban sobre su mesa, pero a ella le parecía evidente que debía recurrir a las competencias de la llamada «sociedad civil». Le vinieron entonces a la mente imágenes del perfil de Facebook de Éric Kherson, con aquel puñado de instantáneas de su éxito en Decathlon. También había leído una entrevista que le había hecho la revista Challenges, en la que había tenido la delicadeza de no echarse demasiadas flores, pero donde quedaba claro hasta qué punto la empresa se había beneficiado de sus grandes cualidades. Cuando Amélie lo tanteó abiertamente sobre la posibilidad de que se uniera a su gabinete, él contestó:

Pues... no sé qué decirte.

Te dejo tiempo para pensártelo, por supuesto. Bueno, tampoco mucho...

Me apetece trabajar con una persona como tú. Has pasado por todos los puestos de una gran compañía. Hay cosas que entenderás mejor que yo, no me cabe la menor duda. Te podrás imaginar la presión que voy a sufrir. Y te confieso algo más: necesito a alguien conocido, que no me juzgue como podría hacerlo un extraño. No somos íntimos, pero venimos del mismo sitio. Somos bretones...

Es la segunda vez que lo dices.

Creo que entiendes perfectamente a qué me refiero…

Con unas pocas palabras, Amélie había llevado la conversación a un terreno casi sentimental. Definitivamente, tenía madera de política. A continuación pasó a las cuestiones pragmáticas y se puso a hablar de la vida trepidante que podía representar su oferta, los muchos viajes que implicaría. A Éric la situación se le antojaba surrealista. Una compañera de instituto que reaparecía de la nada para proponerle un cambio de vida. Lo más extraño del asunto era que no conservaba ningún recuerdo concreto de la relación que mantenían entonces. Su único vínculo se limitaba a una travesía compartida por la etapa escolar.

Con el paso del tiempo, la realidad a veces se distorsiona; los figurantes de antaño se convierten en protagonistas. Amélie se mostraba tan firme en su deseo de trabajar con él que Éric se quedó descolocado.

Hacía mucho tiempo que nadie consideraba su trayectoria con tanto entusiasmo. Recibía ya tan pocos ánimos que había llegado a dudar de todo, especialmente de sí mismo. Las palabras de Amélie colmaban las grietas de un ego lastimado.

Éric debía pensárselo. Sus dudas eran de lo más razonables: renunciar a un puesto importante y estable por una aventura ministerial incierta por definición. El salario sería inferior, aunque ese aspecto le preocupaba poco. Le parecía casi inverosímil haberse ganado tan bien la vida hasta entonces, dados sus modestos orígenes. Su éxito le había permitido regalarle a su madre un piso grande, no muy lejos de su barrio. Que su padre no hubiera podido ser testigo de aquella consagración material le encogía el corazón. Su entorno lo consideraba «un buen hijo», aunque su generosidad representaba más bien una compensación aceptable por su distanciamiento. Raras veces regresaba a la Bretaña de su niñez, donde siempre acababa sintiendo cierto malestar. Allí se concitaban todos los ingredientes de una nostalgia insípida. A decir verdad, había dejado paulatinamente de ir a ver a su madre, cansado de antemano de aquellas conversaciones idénticas, de la cantinela incesante de los reproches. Un rosario de indirectas negativas que constituía una auténtica requisitoria en su contra. Éric justificaba a veces la actitud de su madre: la mujer sufría. Pero él también vivía obsesionado por lo que había ocurrido. En aquel entonces hubo de acudir al psicólogo, antes de marcharse a París. La huida fue una especie de remedio. Se concedió a sí mismo la ilusión de ser la primera página de una novela. También rompió relaciones con muchos de sus conocidos, pues tenía la necesidad de rodearse de gente que no supiera nada de su pasado; gente cuya mera presencia no amenazara con hundirlo en recuerdos agrios. Había que distanciarse de los testigos de la tragedia.

Pese a todo, nunca había dejado de experimentar un sentimiento de culpa. Una amiga le dijo una vez: «Éric, no tienes nada que reprocharte. Todos somos culpables de algo, ¿sabes?». A él lo sorprendió aquella afirmación. Su amiga solo trataba de atenuar su dolor, por supuesto. En su opinión, no había destino humano a salvo de las malas decisiones. Aquella conversación no lo tranquilizó, pero empezó a aceptar que merecía vivir. Había perdido de vista a aquella amiga; hay encuentros determinantes que son fugaces. A pesar de que se había diplomado en el Instituto Superior de Gestión de París, en aquella época no

había encontrado ningún empleo que le conviniera. Agotado frente a la sola idea de enviar decenas de currículums y hacer entrevistas, prefirió aprovechar la primera oportunidad que se le presentó. Así fue como terminó de dependiente en Decathlon. Toda su vida había visto a su padre empalmar una obra detrás de otra, sin descansar nunca, siempre en movimiento. A cada nuevo paso en su vida profesional, Éric le iba contando sus progresos en un monólogo interior, y aquellas conversaciones ficticias parecían a veces tremendamente reales.

En aquel primer empleo acabó destinado en la sección de tenis, un deporte que le había inspirado auténtica pasión pero que para entonces tenía vedado. Sus cualidades llamaron la atención, y le propusieron nuevas responsabilidades. Y así sucesivamente. Su extraordinaria carrera había discurrido sin sobresaltos. En general, había tenido que enfrentarse poco a la agresividad o la rivalidad. Pero llega un momento en que cuesta encontrar una motivación para continuar con lo que existe ya en nuestra vida. Éric tenía cuarenta años; todavía era joven para ser viejo, pero el porvenir se le antojaba carente de sorpresas. Durante mucho tiempo lo había animado el deseo de progresar dentro de Decathlon. Hasta que se adueñó de él una especie de hastío, como una falta de interés generalizada. Las ganas de triunfar se habían esfumado. En las reuniones importantes, Eric se quedaba mirando por la ventana. Por lo demás, tenía la sensación de que cualquier movimien- to requería por su parte un tiempo increíble. Seguramente la melancolía se anuncia así, mediante la lentitud cada vez más lacerante de los gestos que debemos ejecutar. Incluso en el restaurante de la empresa, al que acudía con regularidad para aparentar estar en contacto con los empleados, la decisión más insignificante le exigía un esfuerzo abismal. A veces lo habían visto como paralizado varios segundos delante del bufet de entrantes, absorto en la visión de los huevos duros con mayonesa. Le costaba comprender qué le estaba pasando.

Al final, la directora de Recursos Humanos, preocupada, le propuso que almorzaran juntos. Lo conocía desde hacía mucho y se daba cuenta de que algo no terminaba de cuadrar. Desde el inicio de la comida intentó sacar a colación sus presentimientos. Habló de desgaste profesional. «Todo el mundo se viene abajo», añadió. Cuanto más escuchaba Éric a aquella bienintencionada mujer, más le parecía que se equivocaba de parte a parte. Lo que él sentía era distinto, menos lógico, se parecía más a un cansancio de vivir. La tranquilizó diciéndole que estaba pasando por un mal momento, que era algo pasajero. Mintió para que lo dejaran en paz; sonrió para disimular la fisura. Una cosa estaba clara: la oferta de Amélie Mortiers llegaba en el momento perfecto. Puede que incluso fuera esa su principal virtud Veía en ella la posibilidad de cambiar de rumbo por fin, de repeler la depresión que lo acechaba. Pensó, por supuesto, en la ansiedad que le provocaba subir a un avión, pero era tan intenso el sueño de huir lo más lejos posible... En cuanto a su hijo, desde el divorcio solo lo veía un fin de semana de cada dos y la mitad de las vacaciones; sus ausencias futuras no modificarían sustancialmente el ritmo indoloro de su relación. Quedaba por dilucidar la cuestión de su compromiso político. A decir verdad, en las últimas elecciones presidenciales no había votado. Su deber cívico también había sucumbido bajo el peso de las acciones que no llevaba a cabo. Pero a Amélie sus convicciones le importaban poco. Ella buscaba un colaborador competente, no un militante.

Unos días después, presentó su renuncia en Decathlon. Su entorno se mostró francamente sorprendido, como si nunca nadie se hubiera planteado que pudiera marcharse. Lo desconcertó esa estupefacción en la mirada de los demás; con que lo consideraban un hombre previsible, incapaz de salirse del camino trillado, un monógamo laboral. Al abandonar la empresa después de casi veinte años, veía su imagen cambiar de golpe y porrazo. Como lo habían llamado del Gobierno, la dirección relajó las condiciones del preaviso, y su fiesta de despedida fue de lo más cariñosa. Echaría de menos a algunos compañeros, aunque en realidad nunca volverían a verse. La vida de empresa consolida relaciones que se desintegran en cuanto se abandonan los objetivos comunes. De repente no tenemos nada que decirles a personas con las que solíamos conversar a todas horas. Eric aún intercambiaría algún que otro mensaje con uno o dos de sus colegas, pero cada vez sería menos frecuente; se vería atrapado en su nueva vida y olvidaría poco a poco todo lo que lo había impulsado durante años.

En su último día en Decathlon fue a la tienda donde debutó como dependiente de la sección de tenis. Estaba en Brétigny-sur-Orge, a unos treinta kilómetros de París. Se plantó delante de una Wilson; el modelo de entonces ya no se fabricaba, pero su primera venta había sido una raqueta de esa marca. Recordaba perfectamente su emoción: logró convencer a un joven que al principio iba decidido a comprar una de gama baja. Éric había hecho muchas cosas desde entonces, pero conservaba intacto el éxtasis de aquella primera vez. Había sabido encontrar las palabras justas y adoptar la actitud adecuada. Al volver al lugar de los hechos tuvo la impresión de saludar al hombre que fue. Una dependienta se le acercó y le dijo: «¿Puedo ayudarlo?». Eric escuchó los consejos de «Stéphanie» (ponían el nombre de pila en la placa de los vendedores con el fin de generar una relación de confianza, casi de intimidad). Al terminar allí donde había empezado, imprimía a su carrera la dulzura de lo redondo. Así puso el punto final a veinte años de su vida.

La vida feliz

La vida feliz

David Foenkinos
ALFAGUARA


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