
Especial Sobre los libros de los famosos y la desvergüenza de las editoriales
Hace años, el respetadísimo fundador de una discográfica independiente compartió durante una cena una reflexión que me sorprendió. El signo más claro de que la industria discográfica estaba echada a perder, vino a decir, se evidenciaba en el hecho de que nadie le hubiese propuesto grabar un disco a Belén Esteban, por entonces en la cima de su popularidad. La afirmación, llegada de un hombre conocido por su exquisito gusto musical y su alergia a realizar concesiones al mercado era de todo menos irónica. En efecto, le sorprendía que nadie hubiese querido aprovechar el tirón mediático de ese personaje televisivo. La anécdota no vino a la mente de manera casual, sino en relación con el tema/polémica de la semana en el sector editorial, el artículo de Arturo Pérez Reverte en la revista XL Semanal con un titular expeditivo como pocos: “Las editoriales tienen muy poca vergüenza”.
En su texto, Pérez Reverte parte de una historia personal, contada por un fotógrafo amigo al que le han propuesto publicar una novela pese a que nunca ha tenido ambiciones literarias, para cargar contra esa práctica ya antigua de las editoriales de buscar a un personaje con tirón, muchas veces procedente de la televisión, la música o el cine, para estampar su nombre en un libro que, las más de las veces, está redactado por un escritor fantasma (olvidemos por favor la expresión negro literario) o un equipo de ellos, y pensado para llegar a un público que no suele frecuentar las librerías. Irónicamente, Belén Esteban nunca grabó un disco, pero sí publicó un libro. Libro que, seguramente, no escribió ella misma.
A diferencia de la musical o la cinematográfica, la industria del libro tiene más arraigados esos escrúpulos a las concesiones al mercado. La literatura, piensan muchos, no puede mancharse con el vil metal. Lejos de recomendar la adquisición del nuevo libro de Omar Montes o de Risto Mejide, también es conveniente poner un poco de contexto sobre el sector editorial y su supuesta desvergüenza, sobre todo porque hablamos de una industria que publica en España cerca de 90.000 títulos al año, según datos del Ministerio de Cultura.
En efecto, las editoriales, en especial los grandes grupos, buscan a menudo provocar ese tipo de libros, al igual que algunas de ellas también publican obras de lo que antes se llamaba autoayuda (ahora sustituido por el eufemismo “desarrollo personal”) que muchas veces difunden unas proclamas más que dudosas. También pueden publicar textos decididamente políticos de periodistas y opinadores habituales en los medios, y en no pocos casos se da la circunstancia de que en un mismo sello se encuentren autores con opiniones drásticamente opuestas.
Esa falta de coherencia también tiene un reverso menos visible. A menudo, muchas de esas obras de dudosa valía hacen posible que se puedan publicar obras de autores minoritarios, o generan el dinero necesario para pagar los derechos de obras de autores extranjeros, incluso también para pagar los adelantos de los grandes tótems literarios, esos que están lejos de la sombra de la duda de la calidad literaria. Por no hablar de las decenas de editoriales, medianas y pequeñas, que existen en nuestro país y que cuidan con esmero su catálogo, dedicándose en muchos casos a géneros o autores que no destacan por su tirón en las listas de ventas.
La industria del libro, por lo tanto, es diversa y los grandes grupos editoriales tienen en sus catálogos obras de todo tipo, muchas de las cuales no verían la luz, o al menos en ese contexto, sino fuera por otras que son éxitos de ventas. Por esa razón, hablar de la desvergüenza de las editoriales sin poner en contexto cómo funcionan y por qué es contar una historia a medias. En especial, si uno forma parte de ese engranaje que permite que sus obras lleguen a todos los rincones en los que se venden libros, ya sean librerías pequeñas o grandes superficies.
Pero en el planteamiento de Pérez Reverte también hay otro asunto no tan evidente, pero no por ello menos importante. El lector, entendido como esa persona que lee habitualmente, sabe distinguir perfectamente el grano de la paja. Los libros cuya existencia se basa simplemente en la fama del nombre que aparece en la portada son fáciles de detectar, y las más de las veces están destinados a personas que no suelen ser compradoras habituales de libros. Dicho de forma mucho más sencilla, el público no es tonto, por lo que no es necesario tratarle como si lo fuera.