
Especial 'Una esposa ejemplar', de Alba de Céspedes
Conocí a Francesco Minelli en Roma, el 20 de octubre de 1941. Yo estaba preparando entonces la tesis de licenciatura, y hacía un año que mi padre se había quedado casi ciego de cataratas. Vivíamos en una de las casas nuevas del muelle Flaminio, adonde nos habíamos mudado justo después de la muerte de mi madre. Yo podía considerarme hija única, aunque, antes de nacer yo, un hermano mío había tenido tiempo de venir al mundo, revelarse un niño prodigio y morir ahogado a los tres años. De él se veían en casa muchas fotografías en las que su desnudez quedaba apenas cubierta por una camisita blanca que resbalaba sobre sus redondos hombros. También había retratos suyos tumbado bocabajo sobre una piel de oso, pero la preferida de mi madre era una pequeña imagen que lo mostraba de pie, con una mano tendida hacia las teclas del piano. Ella sostenía que, de haber vivido, habría sido un compositor de la talla de Mozart. Se llamaba Alessandro, y, cuando yo nací, pocos meses después de su muerte, me pusieron el nombre de Alessandra para renovar su memoria y con la esperanza de que se manifestaran en mí algunas de esas virtudes que habían dejado de él un recuerdo imborrable. Ese vínculo con el hermanito difunto tuvo un gran peso en los primeros años de mi vida. Nunca podía librarme de él: cuando me reprendían, era para señalarme que, pese a mi nombre, había traicionado las esperanzas que habían puesto en mí. Tampoco omitían señalar que Alessandro jamás se habría atrevido a actuar de ese modo e, incluso, cuando merecía una buena nota en el colegio o daba muestras de diligencia y de lealtad, me quitaban parte del mérito, in- sinuando que era Alessandro quien se expresaba a través de mí. Esa abolición de mi personalidad me hizo crecer huraña y taciturna y, más tarde, entendí como confianza en mis capacidades lo que no era sino un desvanecimiento del recuerdo de Alessandro en mis padres.
Pese a todo, yo le atribuía un poder maléfico a la presencia espiritual de mi hermano, con quien mi madre se comunicaba desde un velador con la ayuda de una mé-dium llamada Ottavia. No ponía en duda que se hubiera instalado en mi interior, pero, al contrario de lo que sos tenían mis padres, solo para sugerirme acciones reprobables, malos pensamientos y deseos malsanos.
Por eso me abandonaba a ellos, pues consideraba inútil combatirlos. En resumen, Alessandro representaba lo que para otras niñas de mi edad era el diablo o el espíritu del mal. «Aquí está —pensaba yo—, ahora manda él.» Creía que podía apoderarse de mí como del velador.
Solían dejarme sola en casa, al cuidado de una vieja criada llamada Sista. Mi padre estaba en la oficina, y mi madre salía todos los días y pasaba fuera muchas horas. Era profesora de piano, y más tarde comprendí que podría haber expresado una gran creatividad de haber podido enfocarse en el arte y no en los gustos y las exigencias de los burgueses ricos a cuyos hijos debía instruir. Antes de marcharse, me preparaba algún pasatiempo para que pudiera distraerme durante su ausencia. Sabía que no me gusta- ban los juegos ruidosos y violentos, por lo que me instalaba en un silloncito de mimbre acorde con mi estatura y colocaba a mi lado, sobre una mesita baja, algunos libros, retales, conchas y margaritas con las que hacer pulseras o collares. Con sus cariñosas indicaciones, aprendí muy pronto a leer y a escribir bastante bien. Para mi pesar, el mérito de esa precocidad también le fue atribuido a Ales- sandro. En realidad, yo razonaba y me expresaba como si tuviera el doble de mi edad, y mi madre no se maravillaba de ello porque sustituía esa edad por la que habría tenido Alessandro. Por eso me dejaba leer libros destinados a niñas más maduras. Hoy, sin embargo, puedo decir que la elección de esos libros era la mejor y respondía a una sólida cultura.
Mi madre se marchaba, pues, no sin antes besarme efusivamente, como si se tratara de una larga separación, y yo me quedaba sola. De la cocina me llegaba un ruido de platos, y por el pasillo desfilaba la sombra flaca de Sista. Al caer la tarde, la criada se encerraba en su cuartito, a oscuras, y la oía rezar el rosario. Entonces, segura de que no me descubrirían, abandonaba libros, conchas y pulseras de margaritas y me iba a explorar la casa.
No me estaba permitido encender la luz porque vivíamos en la más estricta austeridad. Empezaba a moverme en la penumbra, avanzando despacio, con los brazos extendidos como una sonámbula. Me acercaba a los muebles, viejos y macizos, que a esas horas parecían salir de su inmóvil quietud para cobrar misteriosas apariencias. Abría puertas y rebuscaba en los cajones, movida por una curiosidad febril, hasta que, al ver retirarse la luz de las habitaciones oscuras, me agazapaba en un rincón, atenazada por una mezcla de miedo y disfrute.
n verano, en cambio, me sentaba en la galería que daba al patio de la finca o me asomaba a la ventana, encaramándome a un escabel. Nunca escogía las ventanas que daban a la calle, prefería una que se abría sobre un pequeño patio, lleno de glicinias, que separaba nuestra casa de un convento de monjas. Las golondrinas buscaban el frescor de la sombra del patio y, al primer trino, yo me levantaba como quien acude a una llamada y corría a la ventana. Allí, seguía con la mirada su vuelo, los cambiantes diseños de las nubes y la vida de esa secreta comunidad de mujeres que se filtraba por las ventanas iluminadas del convento. Detrás de sus visillos blancos, las monjas pasaban deprisa, proyectando grandes sombras chinescas. Los trinos crueles de las golondrinas eran como latigazos que avivaban mi fantasía. En silencio, desde un rincón de la ventana oscura, yo arrasaba con cuanto en- contraba a mi alrededor. Definía ese indescriptible estado de ánimo como «Alessandro».
Después, me refugiaba con Sista, sentada junto a los fogones enrojecidos por las ascuas. Al volver, mi madre encendía la luz, y la vieja y yo surgíamos de la penumbra, atontadas por la oscuridad y el silencio. Mis mudos diálogos con el piano y las golondrinas me fatigaban tanto que tenía los ojos hinchados. Mi madre entonces me cogía en brazos, para hacerse perdonar su ausencia, y me contaba de la señorita Chiara y la señorita Dorotea, las jóvenes hijas de una princesa a las que llevaba años enseñando música sin resultado.
Mi padre volvía bastante tarde, según la costumbre de la gente del sur. Se oía girar la llave en la cerradura, una llave larga y fina que siempre le asomaba del bolsillo del chaleco, seguida del ruido seco del interruptor. Noso tras estábamos en la cocina, mi madre ayudaba a Sista a preparar la cena, pero, en cuanto oía la llave, antes de que su marido entrara en casa, se componía deprisa el peinado, se iba al comedor y se sentaba conmigo en el rígido sofá. Tomaba un libro y, absorta, fingía leer; luego, con una voz aguda que expresaba una alegre sorpresa, preguntaba: «¿Eres tú, Ariberto?». En los primeros años de mi vida, mi madre representaba cada noche esa pequeña comedia que, durante mucho tiempo, me pareció incomprensible. No entendía por qué abría febrilmente el libro si luego no podía seguir la lectura. Cada noche, sin embargo, me quedaba fascinada por esa voz que resonaba armoniosamente en la casa y hacía que sonara romántico el feo nombre de mi padre.
Este era un hombre alto y robusto, con el pelo cortado a cepillo. Ya de mayor, cuando tuve ocasión de ver algunas fotografías que lo mostraban de joven, comprendí por qué había tenido éxito con las mujeres. Sus ojos eran muy negros y profundos, y sus labios, carnosos y sensuales. Vestía siempre de oscuro, quizá porque trabajaba en un ministerio. Hablaba poco; se contentaba con mover la cabeza en un gesto de desaprobación mientras mi madre conversaba animadamente, hablando de lo que había visto u oído en la calle, acompañando el relato con observaciones perspicaces y enriqueciéndolo con la fantasía. Mi padre la miraba y bajaba la cabeza.
Discutían con frecuencia, pero sin escenas ni gritos. Se hablaban en voz bastante baja, lanzándose hábilmente, en un reñido duelo, frases secas e hirientes. Yo los miraba, estremecida, sin entender sus palabras, cargadas de sobrentendidos. De no ser por la ira contenida en sus miradas, ni siquiera me habría dado cuenta de que discutían.
En esos momentos, Sista, que siempre escuchaba detrás de las puertas, venía a buscarme, me llevaba a la co- cina y me obligaba a rezar con ella el rosario, respondiendo a las letanías. A veces, para distraerme, me contaba la historia de la Virgen de Lourdes, que se le había aparecido a la pastorcilla Bernadette, o la de la Virgen de Loreto, con la Santa Casa transportada por los ángeles.
Mientras tanto, mis padres se encerraban en su habitación. Alrededor de la vieja criada y de mí se adensaba el silencio. Yo temía ver surgir en el umbral uno de aquellos espíritus que la médium Ottavia invocaba los viernes y que mi imaginación infantil representaba en forma de cándido esqueleto cuyos huesos se entrechocaban.
—Sista, tengo miedo —le decía.
—¿De qué? —me contestaba ella, pero su voz sonaba insegura, y miraba una y otra vez hacia la habitación de mi madre, como si compartiera mi temor.
Mis padres hablaban en voz baja, por lo que no alcanzaba a captar ni una palabra. La tormenta se anunciaba con un silencio que se extendía por el pasillo oscuro y los cuatro cuartos de la casa; un silencio ambiguo que se escabullía por debajo de la puerta cerrada y avanzaba, saturando el aire, insidioso como un escape de gas. Con las manos temblorosas, Sista abandonaba en el regazo su labor de punto. Al final, exhibiendo señales de impaciencia y de ansiedad, me llevaba a mi habitación, casi como para ponerme a salvo, y allí me desvestía deprisa y me ocultaba bajo las sábanas. Yo obedecía sin rechistar y dejaba que apagara la luz, vencida por el silencio que salía del dormitorio de mis padres.
A menudo, por la noche, después de tan angustiosas veladas, mi madre entraba de puntillas en mi habitación, se inclinaba sobre mi cama y me abrazaba con frenesí. No encendía la luz, pero yo entreveía en la penumbra su camisón blanco. Me aferraba a su cuello y la besaba. Aquello duraba solo un instante, luego ella escapaba, y yo cerraba los ojos, rendida.
Mi madre se llamaba Eleonora. Yo había heredado de ella el cabello claro. Era tan rubia que, cuando se sentaba a contraluz junto a la ventana, su cabello parecía blanco, y yo me quedaba mirándola, atónita, como ante una visión de su vejez futura. Tenía los ojos azules y la piel transparente. Estos rasgos le venían de su madre, una actriz de teatro austriaca bastante conocida que había dejado los escenarios para casarse con mi abuelo, un oficial de artillería italiano. A mi madre le habían puesto el nombre de Eleonora por la obra de Ibsen Casa de muñecas, que mi abuela solía interpretar en sus veladas más relevantes. Dos o tres veces al año, en las pocas tardes de asueto que se concedía, mi madre me sentaba a su lado, abría la gran caja llamada «de las fotografías» y me enseñaba los retratos de la abuela. Se la veía siempre muy elegante con su vestuario de escena, vistosos sombreros adornados con plumas o guirnaldas de perlas entre el cabello suelto. A mí me costaba creer que fuera de verdad la abuela, nuestra pariente, que pudiera venir a visitarnos a la casa en la que vivíamos y entrar en el zaguán, donde siempre resonaba el martillo del portero, que era zapatero remendón. Me sabía de memoria los títulos de las obras que había representado y los nombres de las heroínas a las que interpretaba. Mi madre quería que fuera familiarizándome con el teatro, y me contaba el argumento de las tragedias y me leía las escenas más importantes, contenta de que recordara los nombres de los personajes tan bien como los de nuestros propios parientes. Eran momentos bellísimos. Sista seguía esos relatos sentada en un rincón, con las manos debajo del delantal, como si con su presencia quisiera corroborar la veracidad de esas historias maravillosas.
En esa misma caja había también fotografías de los parientes de mi padre, una familia de pequeños terratenientes de los Abruzos, poco más que campesinos. Mu- jeres de pechos generosos, apretados en negros corsés, cuyo cabello, peinado con raya en medio, caía en pesados festones a ambos lados del rostro imponente. Había también un retrato de mi abuelo paterno, con chaqueta os- cura y pajarita. «Es buena gente —decía mi madre—, gente de campo.» De ellos recibíamos, con frecuencia, sacos de harina y cestas de riquísimos higos. Pero ninguna de mis tías se llamaba Ofelia, Desdémona o Julieta, y yo no era tan glotona como para preferir los pasteles de almendra a las tragedias de amor de Shakespeare. Por eso, en tácito acuerdo con mi madre, despreciaba a la parentela de los Abruzos. Pese a nuestra pobreza, abríamos sin interés, casi con condescendencia, las cestas cubiertas de tela áspera cosida alrededor. Solo Sista apreciaba el contenido y lo guardaba con mimo.
Sista tenía por mi madre una devoción absoluta pre- ñada de angustia. Acostumbrada a servir en casas hu- mildes a mujeres que se expresaban en modo soso y vulgar, y cuyos intereses se limitaban al ámbito domés- tico, se había sentido cautivada de inmediato por su nueva patrona. Cuando no estaba mi padre, la seguía por toda la casa, recuperando por la noche el tiempo perdido de trabajo. Si la oía tocar el piano, abandonaba rauda lo que estuviera haciendo, se subía el delantal y corría al salón; allí, escuchaba escalas, estudios y ejerci- cios como si fueran sonatas.
Le gustaba sentarse a oscuras, en silencio. Durante mi infancia, sus ojos brillantes de sarda animaban la penumbra. Hablaba muy poco, creo que nunca llegué a oírle una conversación fluida. Parecía ligada a nuestra casa por la irresistible atracción que mi madre ejercía sobre ella, desvelándole un mundo que no había cono- cido ni en su breve juventud. Por eso, aunque beata, permanecía a nuestro servicio pese a que mi madre no fuera nunca a misa y no me educara según una moral estrictamente católica. Yo creo que ella se consideraba en pecado por vivir con nosotros; quizá se confesaba para permanecer en nuestra casa, prometía poner fin a esa situación, pero se encallaba siempre más en su falta. A veces, cuando mi madre no estaba, la casa debía de parecerle un desierto sin vida: las largas horas de la tar- de transcurrían solitarias y cansinas. Si la patrona se demoraba lo más mínimo, temía enseguida que, distraí- da y despistada como era, la hubiera atropellado un au- tomóvil o un tranvía: se imaginaba su cuerpo, tendido inerte sobre los adoquines, pálidas las sienes, con el ca- bello manchado de sangre. Yo sabía que tenía en la gar- ganta el gañido desgarrador de un perro, mientras se quedaba sentada, inmóvil y muda, con la mano en las cuentas del rosario o sobre el calentador. Un vago senti- do del pudor le impedía, sin embargo, esperar a mi ma- dre en la ventana. También a mí, por lo demás, me inva- día en esos momentos un miedo irracional, espantoso, y me aferraba a Sista. Ella quizá pensaba que volvería al servicio de gruesas señoras, perfectas amas de casa, y que a mí me llevarían con la abuela a los Abruzos. Caía la luz a capas, la oscuridad nos sumergía por oleadas: eran momentos tristísimos. Hasta que por fin aparecía mi madre, anunciando alegremente su llegada desde la puerta: «¡Aquí estoy!», como respondiendo a una llama- da desesperada.
Sista servía también a mi padre con mansedumbre y lealtad. Lo servía y lo respetaba: era un hombre, el señor de la casa. Es más, si tenía alguna pregunta, le resultaba más fácil hablar con él porque lo reconocía de su raza, humilde e inferior. Sus sórdidas aventuras amorosas, de las que, como supe más tarde, estaba al corriente por mil y una señales, no la molestaban tampoco porque había visto a muchos hombres casados comportarse así, en su pueblo y luego en la ciudad.
Al principio, yo no alcanzaba a comprender por qué se habían casado mis padres, ni supe nunca cómo se habían conocido. Mi padre no se apartaba del modelo común de marido pequeñoburgués, padre de familia y empleado mediocre que, en su tiempo libre los domin- gos, arregla interruptores o construye ingeniosos apara- tos para ahorrar gas. Su conversación era siempre la misma, escasa y desdeñosa. Solía criticar al Gobierno y a la burocracia con argumentos mezquinos; se quejaba de pequeñas riñas en el trabajo, empleando un lenguaje convencional. Tampoco había nada espiritual en su aspecto físico. Alto y corpulento, sus anchos hombros expresaban una prepotencia material. Sus ojos negros, típicamente mediterráneos, eran dulces y húmedos como higos. Solo sus manos —en la derecha llevaba un anillo de oro en forma de serpiente— eran singular-mente hermosas, y la nobleza de sus líneas y de su color daban fe de un linaje muy antiguo. La piel, tersa y fina, era cálida, como si encerrase una sangre rica. Fue ese ardor secreto lo que me reveló confusamente la naturaleza de la atracción que había sentido mi madre por él. Su habitación era contigua a la mía y, a veces, de noche, me quedaba despierta, de rodillas sobre la cama, y pegaba el oído a la pared. Enrojecía de celos, y el sentimiento que me empujaba a tan bajas acciones se me antojaba verdaderamente «Alessandro».
