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En busca del editor perdido: sobre la labor de publicar a los grandes escritores

Especial En busca del editor perdido: sobre la labor de publicar a los grandes escritores

Carlos Rey España /

Parece una imagen ya muy lejana, pero hubo un tiempo en que las personas detrás de los escritores rivalizaban con ellos en carisma, erudición e incluso reconocimiento. No todos, claro está, pero unos pocos y pocas alcanzaban dentro de la escena literaria ese estatus: gente que, sin firmar un libro, podía dejar su impronta en él. Recientemente se han publicado dos libros que recuerdan a una figura en concreto, Beatriz de Moura, cofundadora de Tusquets y una personalidad vinculada a la gauche divine barcelonesa, esa burbuja de intelectualidad alejada de lo sagrado: Secreto y pasión de la literatura, de Juan Cruz y Una curiosidad sin barreras, de Carlota Álvarez Maylí.

Esa podría ser una coincidencia como tantas otras que se dan en el cada vez más saturado calendario de publicaciones literarias, pero también nos habla de un cierto vacío, el que ha dejado en la vida pública el editor o editora de la vieja escuela. No es que ahora no tengamos buenos editores y editoras, que los hay, pero esa labor ha quedado relegada a las interioridades de la editorial, a la relación con el autor en la intimidad y a unas posibles memorias cuando se acerque la jubilación. Nada malo dejar los focos para los que escriben, pero a veces se echa de menos conocer el otro lado de la historia de los que cuentan historias.

“La edición es un arte menor, pero indispensable. Sin ella, la literatura sería un caos”, dijo en una ocasión Jorge Luis Borges. Ese arte menor no solo acaba en lo que el lector tiene entre manos, da sentido a lo que lee y, no en pocas ocasiones, descubre al público un talento desconocido. Ese caso, el del editor como el forjador de un catálogo, a la manera de Carlos Barral o Jorge Herralde, es uno que en los grandes sellos ha quedado diluido con el tiempo, y que quizás solo vemos en las editoriales más pequeñas, con todas sus limitaciones ante un mercado cada vez más voraz.

Pero no por último, esa figura del editor clásico también tiene algo de mítico, que relacionamos con historias contadas con el paso de los años, contadas a medias o convertidas casi en mitos. Ese tipo de interioridades que nos muestran a los autores frágiles y torturados, y a una voz que les guía, o que nos explican las debilidades y titubeos que hay ante una obra. Esa que nos descubren esos dos libros recientes, las memorias de Jorge Herralde o Barral, o volúmenes como Editar la vida, de 3. Un tipo de historias que, como tantas otras cosas, parecen haberse perdido ya en la distancia.


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