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La vida real da miedo: cuando la literatura de terror se vuelve crítica social

Especial La vida real da miedo: cuando la literatura de terror se vuelve crítica social

Carlos Rey España /

Mis muertos tristes, parte del último libro de relatos de Mariana Enriquez, Un lugar soleado para gente sombría, es un cuento de fantasmas. Pero en este cuento de fantasmas las apariciones no suceden en una casa encantada, ni tienen como motivación aterrar a sus habitantes. Los espectros que nos propone la autora argentina son las almas en pena de jóvenes que han muerto por la violencia que provoca una sociedad cada vez más empobrecida. Víctimas de atracos, se quedan varadas en un vecindario que ve cómo la desigualdad cada vez más aguda les rodea, a lo que responden encerrándose en sí mismos y olvidando cualquier tipo de empatía. Dicho de otra forma, es un retrato social del desmoronamiento económico, pero sobre todo moral, de la clase media argentina.

No es la primera vez que Enriquez utiliza un problema endémico social para tratarlo con los hilos de la literatura de terror. Aparece en muchas de sus narraciones, unas veces en primer plano y otras de telón de fondo. A las primeras pertenece Chicos que vuelven, otro relato que juega con una hipótesis: ¿Qué pasaría si los miles de jóvenes pobres que desaparecen cada año en Argentina regresasen todos a la vez, pero convertidos en otra cosa? Como en ese cuento, la literatura de terror está volviendo cada vez más, pero con una forma distinta. El terror que nos llega no se instala en un mundo fantástico, sino que los sobrenatural se cuela en la realidad para acentuar que lo que realmente da miedo ya está entre nosotros.

Enriquez es quizás la autora reciente que bebe de manera más directa de la literatura gótica y de terror, con la salvedad de María Fernanda Ampuero, criada con el cine slasher y las novelas de Stephen King, y que pone en el mismo lugar que la supuesta “alta” literatura. “Yo no me sentía protagonista de las comedias románticas con Tom Hanks, Meg Ryan, Julia Roberts; me veía en el cine de ciencia ficción o terror”, confesaba a Librotea el pasado mayo. “¿Por qué? Porque sus personajes eran más marginales, más cercanos a mí. La final girl, esa chica fea, la que menos ligaba, la más inocente, era la que mataba al villano, como en Halloween o Pesadilla en la calle Elm. Vengo de un país amazónico, y ellas eran fuertes, valientes y vivían sin hombres. El terror me enseñó que no necesitaba a un hombre para ganar”. En su obra, el miedo se relaciona con las relaciones familiares o el abuso. 

Esa visión del terror, vinculada a aquello que nos aterra la vida real, está presente en las obras de muchas autoras, especialmente autoras, actuales. Lo está en Carcoma, de Layla Martínez, una de las grandes revelaciones literarias recientes, con su visión de la violencia en la España profunda a través de la forma de un relato de casas encantadas. También en los retratos de la violencia de Mandíbula, de Mónica Ojeda. En otros casos, la línea que les une con el terror es más fina, como en los relatos de Samanta Schweblin o en los recientes de La sangre está cayendo al patio, de Elvira Navarro. En todos ellos, sin embargo, hay un elemento no realista que irrumpe en la realidad, para acentuar el contraste de lo aterrador de la realidad.

Esa visión del terror, de manera paralela, lo aleja de la literatura de género y lo abre a públicos más acostumbrados a la narrativa, por así decirlo, convencional. Una evolución puede que inesperada pero no por ello menos lógica de una tradición que comenzó para explorar lo más oscuro de la mente humana. Al final, el terror verdadero no está en lo extraordinario, sino en lo que tenemos delante. 


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