Ignacio Peyró
Las estanterias de Ignacio Peyró
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10 libros para ser un 'bon vivant'
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La casa de LúculoJulio Camba
Lo que opina Ignacio Peyró
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La cocina ha padecido históricamente un déficit de esa legitimidad singular que aporta la literatura. Por suerte, el siglo XX iba a conocer en la figura de M. F. K. Fisher a una escritora y cocinera que supo conciliar ambas artes con gracia, conocimiento y un hedonismo particular. También, con una prosa que nada menos que Auden equiparó a las mejores de su tiempo.
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Es uno de esos libros a los que nos referimos –“el Brillat-Savarin”- no por el título sino por el nombre del autor, y también pertenece a esa rara estirpe de obras que son a la vez origen y cumbre de un género. La literatura culinaria ha sido siempre caprichosa y fragmentaria y este libro lo es de modo eminente –pero, a la vez, con método a la francesa. Es curioso: el autor daría nombre a un queso, pero apenas cita el vino.
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No es que haya contradicciones entre el Scruton filósofo y el Scruton escritor, ensayista o periodista –pero es importante que el pensador no nos aleje de quien es por sí mismo un prosista extraordinario. Tiene un don para que lo profundo le quede ameno, y quizá nadie haya pensado el vino como él –don y alegría, celebración cosmológica y producto cultural casi sacral.
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Escribir sobre cocina requiere unos registros de sensualidad que Pla domina con superioridad. Yo conozco a quien ha pedido un vino como lo quería Pla: “el vino que hace percibir la eternidad de las cosas elementales: la dulzura del fuego; la fina elipse del vuelo de un pájaro; el color de un asado; el dibujo de una hoja; el perfume de una hierbecilla; el parpadeo, lejano, frío, indiferente de una estrella".
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Nada me hubiese gustado más que un libro íntegro de Valentí Puig sobre comida. A cambio, tenemos el solaz permanente, inextinguible, de Luján: ¡qué no hubiéramos dado por comer con él! Afrancesado, abierto, erudito, siempre minucioso en su erudición festiva. Gastronomía como arte mayor de la alegría de vivir.
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Lleno de despellejamientos y con no poco de “Diez minutos” de la sociedad literaria de su tiempo, Morand -el gran estilista francés- tiene al mismo tiempo una maldad aguda, una capacidad ilimitada para el chisme y la verdad vital de quien muestra su decaimiento. Morand, que murió en 1970, pidió que no se publicaran estos papeles hasta el 2000.
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Hay una conexión cierta entre los diarios y los versos, y José Luis García Martín lo prueba, como también prueba lo libresco del género el hecho de que sea crítico: muchos diarios tienen algo de depósito de lecturas, y estos en concreto se alimentan a medias de la sensibilidad de su poesía y del filo de su crítica. Este diarista no bebe, no trasnocha, y apenas sale de los confines de una ciudad tranquila: para ser interesantes, unos diarios no tienen por qué ser los de Talleyrand o Mick Jagger.
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Hay magníficos diarios de mujeres, de Woolf a la Sontag. En los suyos confiesa Sylvia Plath que, para ella, haber nacido mujer tuvo algo de “tragedia” a efectos literarios. No es difícil pensar en alguna relación entre este sentimiento de Plath y que hayan llegado a nosotros menos diarios de mujeres.
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Le doy la palabra a José Carlos Llop: “Si alguien duda del valor de los diarios íntimos, se le puede argumentar que Samuel Pepys, el más extenso de todos los diaristas, escribió en el suyo sobre la peste del siglo XVII y el incendio de Londres”. Su libro, abandonado durante siglos en una biblioteca de Cambridge, tiene algo de mito justificado, como está justificado convertir a Pepys en el londinense por antonomasia.
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Los diarios de Andrés Trapiello son una de esas maravillosas locuras que a veces tiene la literatura y premia la vida. ¿Lo mejor de su autor? Para qué enredarse en discusiones: siquiera por volumen, cabe toda nuestra época. Más que el retrato, sin embargo, gusta la sensibilidad -humor, ironía, ternura, misantropía- del retratista.